«Lo más importante de todo –dijo, con el otro brazo estirado hacia el horizonte de la ciudad, frente a nosotras– es la composición, lo que tus ojos deciden fotografiar. Lo que optas por incluir, lo que queda fuera», de Ruthie a su nieta Ellen. Tiempo de arándanos.
«Lo más importante de todo –dijo, con el otro brazo estirado hacia el horizonte de la ciudad, frente a nosotras– es la composición, lo que tus ojos deciden fotografiar. Lo que optas por incluir, lo que queda fuera», de Ruthie a su nieta Ellen. Tiempo de arándanos.

Leí que los fotógrafos capturan instantes para que no se escapen; como quien caza mariposas. Momentos tan únicos, fugaces y especiales que, de no ser por esa foto, irían a parar en cuestión de milisegundos al vertedero del pasado, a un tiempo ya en blanco y negro que sólo algunos privilegiados podrían recordar, cada uno a su manera. Con la cámara tenemos el poder de enfocar, desenfocar, abrir más el objetivo y encuadrar esto o aquello; condensamos instantes a cámara lenta y, como por arte de amiga, se vuelven inmortales en vez de efímeros.

Con las palabras ocurre justo el efecto contrario: a veces no son suficiente. No dicen. No llegan. Se quedan huecas de una boca a otra, de un oído al otro. A veces incluso se pierden por el camino, se cambian de acera o se vuelven más feroces que las propias balas. Otras, no salen y de repente te ves a ti mismo sin saber conjugar la eme con la a, buscando en el diccionario por la inicial incorrecta o explicándole a un guiri (si es que hay alguno que todavía no lo sepa) que hay placeres españoles intraducibles, como la merienda, el tinto de verano o la sobremesa.

Ayer, 30 de septiembre, fue el día del traductor y el intérprete (¡felicidades!) y qué mejor día para acordarme de algunas de mis palabras intraducibles favoritas, propias de cada idioma, cultura y, en definitiva, idiosincrasia. ¡Las quiero todas!

Hay verdades universales que todo el mundo conoce pero que nadie se atreve a admitir en voz alta (“mokita”, que dicen en Nueva Guinea) y miedos internacionales que no entienden de fronteras ni idiomas, como el pánico que sienten los solteros al pensar en pasar por el altar (“torschlüsspanik” para los alemanes).

Nos habría encantado más de una vez poner nombre a esa sensación de sueño absoluto que nos entra después de apretarnos una buena comilona de las que hacen época (“abbiocco”, muy italiano) o al maldecir contra la peluquera que nos ha dejado más feos que Picio (“age-otori” en japonés). ¿Alguna vez se te ha ocurrido la respuesta perfecta para rebatir algo pero 2 horas después? “Treppenwitz”, por la T, cortesía del alemán.  

Los nostálgicos también parecen ser universales: nosotros tenemos la morriña, los franceses el “dépaysement”, los rusos saben que donde hubo fuego siempre quedan cenizas (“razbliuto”) y los portugueses echan de menos lo que pudo haber sido y no fue (“saudade”). Para compensar, los japoneses han introducido la única nostalgia posible: la nostalgia feliz (“natsukashii”), para recordarnos la suerte de lo presente y no caer en la melancolía, para seguir siendo y sintiendo.

¿Cuántas madres han maldecido contra esa marca que dejan los vasos en la mesa? Pero en italiano las manchas son poéticas: “culaccino”. No sabe igual pedirse una caña que una caña bien tirada con espuma, de esas que dejan bigotillo blanco (“giste”), será que a los de la RAE les dio envidia de los noruegos, que saben la diferencia entre tomarse una cerveza, así sin más, o tomársela al aire libre (“utepils”).

No es lo mismo vivir en un iglú que en la Isla de Pascua. Los esquimales tienen el síndrome de la impaciencia y también ellos salen a la puerta de casa a ver si esa visita inesperada ha llegado ya (“iktsuarpok”). En cambio, en pleno océano Pacífico, es posible que tus propios vecinos te saqueen a base de pedir cosillas prestadas poco a poco (“tingo”).

Ni sé la de veces ya que habré canturreado una canción boba que no hay quien me saque de la cabeza (“ohrwurm”, alemán) o que me han contado un chiste tan malo, tan malo, que he acabado llorando de la risa (“jayus”, del indonesio).

«-Estoy perdida, ¿eso tiene arreglo? –No. Sí. Ya se arreglará. Cuanto más sabes quién eres y lo que quieres, menos te afectan las cosas», Lost in Translation, Bill Murray a Scarlett Johansson
«-Estoy perdida, ¿eso tiene arreglo? –No. Sí. Ya se arreglará. Cuanto más sabes quién eres y lo que quieres, menos te afectan las cosas», Lost in Translation, Bill Murray a Scarlett Johansson

Hay medidas, olores y sensaciones que son indescriptibles, pero también comunes a todos. En euskera, que ellos valen para todo, “oinkada” es la distancia entre dos pasos y, para no quedarse atrás, el castellano fino inventó el “jeme”, que es lo mismo que decir «un cacho así» pero mucho más cool (distancia que hay entre la punta del pulgar a la del índice, separándolos todo lo posible). Aunque mi favorita viene del malayo: “pisanzapra” es el tiempo necesario para comerte un plátano. Por la M, los suecos han puesto nombre al precioso reflejo de la luna en la superficie del agua (“mångata”) y un poquito antes, por la K, los japoneses bautizaron esa luz que sólo se filtra entre las copas de los árboles (“komorebi”).

Dicen los diccionarios que los escoceses son olvidadizos (“tartle”, ese momento de duda al presentar a alguien porque no recuerdas su nombre ni de broma), los rusos muy preguntones (“pochemuchka”, como mi Pableras) y los hawaianos terriblemente despistados (“pana po’o”, rascarse la cabeza al olvidar algo, como si así fuéramos a acordarnos por arte de birlibirloque; “akihi”, cuando nos dan indicaciones para llegar a un sitio y nos quedamos igual).

Propongo importar obviedades universales que me tienen conquistada: esa cara que pide a gritos un puñetazo (vaya con los alemanes, “backpfeinfengesicht”) y “laotong” (en chino, esa amiga del alma que se convierte en tu otro yo). Al menos nosotros podemos poner nombre al maravilloso olor que deja la lluvia al caer en sitios secos, aunque sea la palabra menos consultada y más repipi de la P: “petricor”.

Se me olvidaba… ¿Conoces esa mirada? ¿La mirada entre dos personas que esperan que la otra tome una iniciativa que ambos desean pero que ninguno se anima a iniciar? Empieza por eme y suena así de bien: mamihlapinatapai.