A veces no sé si evolucionamos o involucionamos. Unos días lo que se lleva es abanderar todas las causas hasta incluso pervertirlas de su sentido real. Otros, llamamos hippies a esos que reciclan y que insisten en que con el planeta no se juega. Las etiquetas nunca fueron fáciles ni bonitas.

Empezamos cada lunes prometiéndonos todo y más: que ordenaremos ese cajón imposible, ese armario sin fondo, esos papeles amontonados, esa nevera llena de fechas ya caducadas. Que reciclaremos y pondremos más cubos aunque vivamos en la casa de pinypon. De mañana no pasa. Pero después de sobrevivir a esa semana que parecen mil lunes seguidos lo que el cuerpo nos pide es cualquier cosa menos poner la vida en orden.
Acumulamos. Compramos. Almacenamos… por si acaso. Y llenamos cada hueco. Huecos de tiempo y huecos de espacio. Usamos y tiramos. Y volvemos a comprar y a tirar. Todo es instantáneo y tan, tan efímero…

Hace unos meses me contaron esta historia (¡gracias, Ari!). Recuerdo que lo primero que pensé es qué le pasa a alguien por la cabeza cuando a los 21 años decide dejar de generar basura. Residuos en general. Nada en absoluto. Activamente y hasta las últimas consecuencias.
Ese boli gastado. La lista de la compra. O el ticket. La pajita de esa copa. El café para llevar a la oficina. La cáscara de la sandía. Ese vaquero que ya no te sirve… Un cleenex. El blíster de las pastillas. La bolsa de plástico donde pesaste los tomates. Un yogur. Tu botella de agua. Todo… hasta 500 kilos al año cada uno de nosotros. Como tirar un cocodrilo a la basura.

No es una ermitaña que vive en el monte. Ni una hippie. Tampoco fue el bicho raro de su clase. Estudiaba Medioambientales en Nueva York y un día pensó que su vida era toda una contradicción. Aprendía cómo proteger el planeta pero en su nevera no había nada que no estuviera envuelto en plástico y más plástico. Protestaba contra las políticas de las petroleras pero ella llevaba la misma vida que todos. Defendía a muerte sus valores e ideas sobre salvar el planeta pero su cubo de basura rebosaba cada día…
Se llama Lauren Singer, ahora ya tiene 24 años y lleva más de tres sin generar basura. En la ciudad que no se detiene, que no duerme. Que es el buque insignia del consumo.

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Todos sus residuos de estos últimos años entran en un bote de cristal que lleva consigo. El resto (papel higiénico, cáscaras de plátano, basura orgánica…) lo transforma en compost una vez a la semana; y la ropa que ya no le sirve, las sábanas de hace mil años o cualquier otra tela la lleva a reciclar cuando toca. Empezó declarándole la guerra al plástico de su vida, ese gran enemigo, y pasó a buscar alternativas para todo lo demás: el paso más difícil de todos. Después, limpió su casa y regaló o donó todo lo que no necesitaba. Todo lo que estaba de más.
Cuando se le gastó el desodorante, decidió fabricar el suyo propio en vez de ir al súper. Igual con la pasta de dientes, las cremas, el champú y los detergentes. Creó y perfeccionó las fórmulas hasta que, de tanto encargo, acabó fundando su propia empresa: The Simply Co.

El resto son las 3 R: reducir, reusar y reciclar, por ese orden. ¿Y la compra? A granel y sin envasar, sólo productos orgánicos y frescos, sólo lo que lleva apuntado en la lista cada semana. Viste ropa de segunda mano y lleva siempre consigo una botella de agua y una bolsa reutilizables. Camina o usa el transporte público. Todos le preguntan por qué y cómo… pero la verdad es que una vez que la oyes hablar más bien piensas… ¿y por qué no? Ella decide.

Dice que es más feliz. Que se siente mejor, come mejor y vive mejor porque elige para ella sólo lo que quiere y lo que le hace sentir bien. Dice que ahorra (tiempo y dinero), que es divertido y que su estrés ha caído en picado. Dice que, sobre todo, es posible.
Dice también que no echa de menos todo eso de lo que tiene que prescindir (mil y una cosas que se me ocurren). Sino que, al tener menos, lo cuida más. Infinitamente más.

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¿Consumes… o vives?

Cada lunes nos lo prometemos. Hacer la compra. Limpiar la casa. Ordenarla. Cocinar o pedir a domicilio. Es imposible imaginar una vida sin todo eso. Sin nuestro estrés genuino que ya forma parte de nosotros aunque ahogue poco a poco. Minimizar, reducir y simplificar no están en nuestro top ten
Ni en el nuestro ni seguramente tampoco en las políticas, infraestructuras y medidas de quienes mandan ahí arriba. Damos por hecho que nada cambiará, que el planeta nos sobrevivirá y que nada es tan grave… Que llenar cubos de basura, tirar comida y derrochar agua es un gesto tan mecánico e inconsciente como caminar o hablar. Pero es que dar las cosas por hecho nunca fue un buen plan…

Sin causas, sin banderas y sin poner etiquetas a todo y a todos, me gusta esa gente que elige la vida que quiere vivir. Y jamás al revés. Me gusta esa gente que toma las riendas, que va a contracorriente no por llevar la contraria, sino por hacer lo que mejor sabe y ser feliz.
Me gusta esa gente que no dice a los demás cómo tienen que vivir su vida. Esa gente que si no encuentra algo, lo busca; y si no, lo crea. Me gusta esa gente que hace las cosas así porque no se le ocurre otra forma mejor de hacerlas y porque cree en ello.


Hoy, me gusta esa gente que prefiere ser recordada por lo que hizo, por ese pequeño paso sólo suyo, que por la basura que fue dejando detrás de sí…

 

P.D.: ¿Te acuerdas de Matilda Kahl y su reto?